La mirada de los otros
En la provincia de Córdoba, al oeste de la Sierra de Pocho, cuando terminan los circuitos turísticos, aparecen los montes y las tierras semiáridas habitadas desde hace cientos de años por campesinos y campesinas que comparten la tierra en forma comunitaria, como lo hicieron sus antepasados. Al norte de Villa Dolores, entre San Pedro y Chancaní, hay aproximadamente 60 kilómetros, recorridos por un camino enripiado rodeado de algarrobos, chañares, breas y quebrachos. Por ese camino circula un colectivo que une las dos localidades, una vez a la mañana y otra a la noche, y los pobladores de las comunidades rurales de la zona, se cruzan a menudo camino de la escuela, el almacén o el dispensario.
Para llegar a este camino, la mayoría de las campesinas y campesinos de Los Quebrachitos, Las Oscuras y El Medanito deben andar varios kilómetros a pié o a caballo. Lourdes, la hija menor de Pirina e Iván, va a una escuela en la comunidad de “El Medanito” muy cerca de su casa, pero Pamela, que está haciendo el secundario en Chancaní, se encuentra con sus vecinos en el colectivo.
Pirina -o “la Piri”, como todos la conocen- quiere que sus hijos vayan a la escuela; incluso Gastón, el hijo varón de la familia, estudia en la Universidad de Córdoba. Allí comenzó este año la carrera de Arquitectura, y en su primer trabajo para la Facultad, tuvo que describir cómo era su casa.
Fue un comienzo difícil para Gastón. Sucede que su casa hoy no existe. Hace 7 meses, una orden de desalojo dictada por la Jueza de Menores de Villa Dolores los dejó a todos en la calle. Y no fue precisamente mediante una cordial invitación: cerca de 40 policías, portando armas largas, cascos y escudos, irrumpieron en su hogar y se enfrentaron al temible ejército de 15 campesinos de piel morena y curtida, sin otra arma que sus miradas plenas de dignidad. Pero como los desacatados habían cometido el delito de vivir durante 18 años en esas tierras, levantado corrales y bebederos para los animales, criado sus chivas y sus gallinas, y construido con sus manos una hermosa casa de ladrillos, la Ley determinó que una topadora arrasara con todo lo que encontrase a su paso.
Pero Pirina, Iván, Gastón, Pamela y Lourdes Calderón no se rindieron. Ni se pusieron a llorar. Ni llamaron a la televisión. Con la ayuda de sus compañeras y compañeros de la Unión Campesina de Traslasierra (UCATRAS) armaron una toldería en la puerta de su tierra y allí resisten desde hace 7 meses.
Allí reciben la visita de sus compañeros campesinos y la indiferencia de la mayoría, que mira con desconfianza a quienes osan enfrentar el poder de los señores terratenientes, de los jueces, de la policía y de los gobernantes, cuyo “modelo” de sociedad no incluye a esta clase de personas.
Probablemente sea cierto que molestan. En lugar de “modernizarse” y dedicarse al cultivo de soja, viven del monte como lo hicieran sus antepasados durante generaciones enteras, criando chivas, extrayendo leña (apenas para sobrevivir, sin sobreexplotar el monte), preparando harina de algarroba y arrope de chañar, usando hierbas medicinales como les enseñaron sus padres y sus abuelos. Molestan porque creen que no vale la pena irse a vivir a la ciudad, a ser explotados en un trabajo indigno (en el “mejor” de los casos) o “vivir” de la “caridad” de los punteros que reparten la asistencia social. Cumplirían de ese modo con las exigencias de la sociedad global: un sistema de monocultivo extractivo, productor de alimentos transgénicos que aquí nadie come, contaminando los suelos y los ríos, acabando con los bosques nativos y forestando con especies de alto rendimiento, aptas para producir papel. O como lo definió la Piri: “un campo sin campesinos”
Pero no. Prefieren resistir allí, donde nacieron, donde crecieron, a donde pertenecen.
No les importa que algunos de sus vecinos los miren con desconfianza. Para muchos campesinos, criados en la idea de que debían “estar agradecidos” con el patrón, que les da empleo como puesteros en sus estancias, o con el terrateniente que durante décadas no se ocupó de esas tierras yermas debido a su escasa “rentabilidad”, y que ahora aparece, escritura en mano y policías o patotas armadas a bordo de sus 4x4; para estos hijos de tierra, víctimas también de la república estanciera, un papel tiene más valor que toda una vida de pies descalzos arraigados en la tierra.
Tampoco les importa que muchos de estos vecinos viajen en el colectivo con Pamela y la miren por sobre el hombro. La Piri se los dijo claramente: “yo les enseñé que nunca bajen la mirada, porque nosotros no hicimos nada malo, esta tierra es nuestra y por eso nos quedamos”. Como no le bajó la mirada al policía que manejaba la topadora el día del desalojo, cuando se lo cruzó en el colectivo. Fue él quien no la pudo sostener y tuvo que bajarse para no seguir soportando tanta dignidad acumulada en esos ojos.
Quien haya pasado por la carpa de la familia Calderón, en El Medanito, sabe que no puede haber sido de otra manera.
Basta con mirar a los ojos de la Piri, para darse cuenta de que es así.
En la provincia de Córdoba, al oeste de la Sierra de Pocho, cuando terminan los circuitos turísticos, aparecen los montes y las tierras semiáridas habitadas desde hace cientos de años por campesinos y campesinas que comparten la tierra en forma comunitaria, como lo hicieron sus antepasados. Al norte de Villa Dolores, entre San Pedro y Chancaní, hay aproximadamente 60 kilómetros, recorridos por un camino enripiado rodeado de algarrobos, chañares, breas y quebrachos. Por ese camino circula un colectivo que une las dos localidades, una vez a la mañana y otra a la noche, y los pobladores de las comunidades rurales de la zona, se cruzan a menudo camino de la escuela, el almacén o el dispensario.
Para llegar a este camino, la mayoría de las campesinas y campesinos de Los Quebrachitos, Las Oscuras y El Medanito deben andar varios kilómetros a pié o a caballo. Lourdes, la hija menor de Pirina e Iván, va a una escuela en la comunidad de “El Medanito” muy cerca de su casa, pero Pamela, que está haciendo el secundario en Chancaní, se encuentra con sus vecinos en el colectivo.
Pirina -o “la Piri”, como todos la conocen- quiere que sus hijos vayan a la escuela; incluso Gastón, el hijo varón de la familia, estudia en la Universidad de Córdoba. Allí comenzó este año la carrera de Arquitectura, y en su primer trabajo para la Facultad, tuvo que describir cómo era su casa.
Fue un comienzo difícil para Gastón. Sucede que su casa hoy no existe. Hace 7 meses, una orden de desalojo dictada por la Jueza de Menores de Villa Dolores los dejó a todos en la calle. Y no fue precisamente mediante una cordial invitación: cerca de 40 policías, portando armas largas, cascos y escudos, irrumpieron en su hogar y se enfrentaron al temible ejército de 15 campesinos de piel morena y curtida, sin otra arma que sus miradas plenas de dignidad. Pero como los desacatados habían cometido el delito de vivir durante 18 años en esas tierras, levantado corrales y bebederos para los animales, criado sus chivas y sus gallinas, y construido con sus manos una hermosa casa de ladrillos, la Ley determinó que una topadora arrasara con todo lo que encontrase a su paso.
Pero Pirina, Iván, Gastón, Pamela y Lourdes Calderón no se rindieron. Ni se pusieron a llorar. Ni llamaron a la televisión. Con la ayuda de sus compañeras y compañeros de la Unión Campesina de Traslasierra (UCATRAS) armaron una toldería en la puerta de su tierra y allí resisten desde hace 7 meses.
Allí reciben la visita de sus compañeros campesinos y la indiferencia de la mayoría, que mira con desconfianza a quienes osan enfrentar el poder de los señores terratenientes, de los jueces, de la policía y de los gobernantes, cuyo “modelo” de sociedad no incluye a esta clase de personas.
Probablemente sea cierto que molestan. En lugar de “modernizarse” y dedicarse al cultivo de soja, viven del monte como lo hicieran sus antepasados durante generaciones enteras, criando chivas, extrayendo leña (apenas para sobrevivir, sin sobreexplotar el monte), preparando harina de algarroba y arrope de chañar, usando hierbas medicinales como les enseñaron sus padres y sus abuelos. Molestan porque creen que no vale la pena irse a vivir a la ciudad, a ser explotados en un trabajo indigno (en el “mejor” de los casos) o “vivir” de la “caridad” de los punteros que reparten la asistencia social. Cumplirían de ese modo con las exigencias de la sociedad global: un sistema de monocultivo extractivo, productor de alimentos transgénicos que aquí nadie come, contaminando los suelos y los ríos, acabando con los bosques nativos y forestando con especies de alto rendimiento, aptas para producir papel. O como lo definió la Piri: “un campo sin campesinos”
Pero no. Prefieren resistir allí, donde nacieron, donde crecieron, a donde pertenecen.
No les importa que algunos de sus vecinos los miren con desconfianza. Para muchos campesinos, criados en la idea de que debían “estar agradecidos” con el patrón, que les da empleo como puesteros en sus estancias, o con el terrateniente que durante décadas no se ocupó de esas tierras yermas debido a su escasa “rentabilidad”, y que ahora aparece, escritura en mano y policías o patotas armadas a bordo de sus 4x4; para estos hijos de tierra, víctimas también de la república estanciera, un papel tiene más valor que toda una vida de pies descalzos arraigados en la tierra.
Tampoco les importa que muchos de estos vecinos viajen en el colectivo con Pamela y la miren por sobre el hombro. La Piri se los dijo claramente: “yo les enseñé que nunca bajen la mirada, porque nosotros no hicimos nada malo, esta tierra es nuestra y por eso nos quedamos”. Como no le bajó la mirada al policía que manejaba la topadora el día del desalojo, cuando se lo cruzó en el colectivo. Fue él quien no la pudo sostener y tuvo que bajarse para no seguir soportando tanta dignidad acumulada en esos ojos.
Quien haya pasado por la carpa de la familia Calderón, en El Medanito, sabe que no puede haber sido de otra manera.
Basta con mirar a los ojos de la Piri, para darse cuenta de que es así.