Travesía desde el lago Puelo, Argentina, hasta la localidad de Puelo, Chile (1996)
Por Sergio Perdoni y Fernando Barberena
"Aquí se construirá…”
El típico cartel anunciaba el comienzo de una ruta que, burócratas mediante, pero por fortuna para quienes amamos el tránsito por lugares vírgenes, todavía no existe[1].
Por Sergio Perdoni y Fernando Barberena
"Aquí se construirá…”
El típico cartel anunciaba el comienzo de una ruta que, burócratas mediante, pero por fortuna para quienes amamos el tránsito por lugares vírgenes, todavía no existe[1].
El Valle del Río Puelo constituye uno de aquellos últimos sitios habitados en los que aún no han llegado las huellas de los automóviles y sin embargo, es un paso fronterizo habilitado, producto del tráfico de pobladores del valle quienes deben cruzar la frontera para adquirir en la comarca del paralelo 42 los bienes básicos para su subsistencia. También es atravesado, aunque con menor frecuencia, por esos seres extraños con jorobas en la espalda que, como lo hacíamos nosotros una vez más, todavía insisten en caminar por lugares inhóspitos con quien sabe qué inconfesables fines.
Tras las últimas consultas de rigor, partimos en lancha desde el embarcadero del Lago Puelo, en el Parque Nacional homónimo, despoblado en estos días por la baja temporada.
En el puesto de Gendarmería Nacional hicimos los trámites correspondientes para la salida del país y allí comenzó la verdadera travesía. Lejos de transitar un valle que baja en suave pendiente hacia el Pacífico (como le prometí a mi amigo Ferchu para convencerlo de que me acompañase en la travesía), la picada subía y bajaba constantemente por los cerros de la margen norte del río, hasta arribar a un punto denominado “los hitos”, que marca el ingreso a territorio chileno. Desde aquí, una magnífica vista nos permitió observar el nacimiento del río Puelo, que corre tan sólo unos cientos de metros formando vertiginosos rápidos, hasta penetrar en el Lago Interior.
El sendero discurría a través de diferentes tipos de bosque, característica que se mantendría a lo largo de todo el trayecto, producto de la diferencia de precipitaciones que aumentan conforme nos movemos hacia el oeste. Cohiues, lengas y cipreses al principio, bosques de radales, canelos y avellanos más adelante, arrayanes a cada paso; la travesía se transformó en una clase móvil de fitogeografía.
Cuando ya comenzaba a oscurecer, la bandera chilena se asomó entre un grupo de álamos, indicando nuestra llegada al “Retén de Carabineros”, donde tras una minuciosa inspección de nuestras mochilas, nos fue decomisado un peligroso cargamento de cebollas, las que tras una compleja negociación fueron devoradas esa misma noche en el campamento armado a orillas del Lago Las Rocas.
La jornada siguiente transcurrió bajo un sol abrasador, pero por fortuna fue jalonada por un par de detenciones para refrescar los cuerpos en las solitarias playas que forman algunas pequeñas bahías de este hermoso lago a lo largo del camino. Fue sobre la margen noroeste de este mismo lago, donde pasamos la segunda noche, acampando en un puesto abandonado, rodeados de manzanos y de gansos que desataban feroces batallas ante cada manzana caída.
Tras las últimas consultas de rigor, partimos en lancha desde el embarcadero del Lago Puelo, en el Parque Nacional homónimo, despoblado en estos días por la baja temporada.
En el puesto de Gendarmería Nacional hicimos los trámites correspondientes para la salida del país y allí comenzó la verdadera travesía. Lejos de transitar un valle que baja en suave pendiente hacia el Pacífico (como le prometí a mi amigo Ferchu para convencerlo de que me acompañase en la travesía), la picada subía y bajaba constantemente por los cerros de la margen norte del río, hasta arribar a un punto denominado “los hitos”, que marca el ingreso a territorio chileno. Desde aquí, una magnífica vista nos permitió observar el nacimiento del río Puelo, que corre tan sólo unos cientos de metros formando vertiginosos rápidos, hasta penetrar en el Lago Interior.
El sendero discurría a través de diferentes tipos de bosque, característica que se mantendría a lo largo de todo el trayecto, producto de la diferencia de precipitaciones que aumentan conforme nos movemos hacia el oeste. Cohiues, lengas y cipreses al principio, bosques de radales, canelos y avellanos más adelante, arrayanes a cada paso; la travesía se transformó en una clase móvil de fitogeografía.
Cuando ya comenzaba a oscurecer, la bandera chilena se asomó entre un grupo de álamos, indicando nuestra llegada al “Retén de Carabineros”, donde tras una minuciosa inspección de nuestras mochilas, nos fue decomisado un peligroso cargamento de cebollas, las que tras una compleja negociación fueron devoradas esa misma noche en el campamento armado a orillas del Lago Las Rocas.
La jornada siguiente transcurrió bajo un sol abrasador, pero por fortuna fue jalonada por un par de detenciones para refrescar los cuerpos en las solitarias playas que forman algunas pequeñas bahías de este hermoso lago a lo largo del camino. Fue sobre la margen noroeste de este mismo lago, donde pasamos la segunda noche, acampando en un puesto abandonado, rodeados de manzanos y de gansos que desataban feroces batallas ante cada manzana caída.
En el tercer día de marcha el calor continuó caminando a nuestro lado, de manera que los 25 kg. que cargábamos en nuestras mochilas parecían multiplicarse. Semejante peso para una travesía de baja complejidad merece una explicación: partimos de Bariloche cargando botas, piquetas y grampones, con la intención de continuar nuestro derrotero hacia el norte y ascender al Volcán Villarica. No merece en cambio mayores detalles la descripción de la semana completa que pasamos en una cabaña en Pucón, esperando infructuosamente que el tiempo mejorara.
Sin embargo, la fatiga del camino sería compensada con creces. Sabíamos que en cualquier momento teníamos que encontrar un río y por fortuna teníamos el dato de la existencia de un puente que permitía atravesar sin mayores complicaciones sus torrentosas aguas…
Tras secarnos los pies (y las pantorrillas, y las rodillas, etc., etc.) continuamos avanzando hasta que nos topamos con un múltiple cruce de picadas y algunas casas aisladas. En una de estas observamos unos niños jugando y tímidamente nos acercamos para obtener información sobre el camino a seguir. ¿Debo aclarar que antes de decirnos nada nos hicieron pasar y nos convidaron unos mates? ¿Hace falta decir que las empanadas de manzana que nos sirvieron fueron una de las cosas más exquisitas que probamos jamás?
La hospitalidad que derrocha esta gente en la soledad de la cordillera es sencillamente admirable. Para los que se animen con esta travesía, Serafín Cuevas y su familia ofrecen alojamiento y comidas, excursiones de pesca y cabalgatas por la zona. Aquí no encontrarán teléfono ni fax [2], pero la cordialidad de esta gente sencilla supera la marca de cualquier 5 estrellas.
Al despedirnos vimos en los rostros de Serafín y su señora Angélica un dejo de tristeza. Intuyo que ellos habrán notado en los nuestros una expresión de gratitud y las ganas de quedarnos más tiempo.
El día continuó sin mayores novedades: caminamos y caminamos esperando a cada paso encontrar un arroyo donde calmar nuestra sed, pero el verano había sido tremendamente seco –si lo sabrán Serafín y el resto de los lugareños- de modo que recién cuando llegamos al Lago Totoral, hinchamos nuestras panzas con el líquido elemento.
Esa noche, mientras buscábamos un lugar donde armar nuestro campamento, recibimos la visita de dos pequeños vecinos los que, salidos misteriosamente del bosque, se acercaron a nuestro fogón para preguntarnos acerca de cada objeto extraño que portábamos en nuestras mochilas. Su asombro iba desde nuestras linternas frontales hasta el aro que Ferchu llevaba en su oreja izquierda. Luego comenzaron nuestras preguntas y el asombro se pasó de nuestro lado. Con toda naturalidad nos relataban que todos los días caminaban alrededor de 3 horas para llegar a la escuela de Llanada Grande, incluso bajo fuertes nevadas. Esta información, además de dejarnos perplejos, nos dio cierto entusiasmo ya que Llanada Grande era uno de nuestros objetivos, de modo que para el día siguiente nos esperaba una caminata más bien tranquila.
Y así fue como el cuarto día de nuestra travesía arribamos a este inmenso valle con numerosas casas desparramadas en su entorno. El “centro” de este poblado lo constituían un almacén, el retén de carabineros y un par de casas más.
Es asombroso comprobar cómo vive esta gente realmente aislada del mundo exterior. Debemos tener en cuenta que, para llegar a Puelo –el pueblo más cercano, sobre el estuario de Reloncaví, en el océano Pacífico- se debe andar un día completo a caballo, cruzar en bote el Río Manso (que como es sabido no tiene nada de dócil), continuar a pié hasta el Lago Tagua-Tagua, atravesarlo con un pequeño servicio de botes a motor que pasa tres veces a la semana, llamado “el recorrido” y, si la suerte está de tu lado, conseguir que un camión de los que están construyendo la ruta nueva los acerque los 80 km. que restan hasta arribar a Puelo, unido por una ruta asfaltada con la ciudad más importante de la zona: Puerto Montt.
En Llanada Grande opera un servicio de avionetas dos veces por semana. Grande fue nuestra tentación al saber que ese día estaba por arribar una de ellas, pero decidimos completar el trayecto como lo habíamos hecho hasta entonces, es decir, utilizando las piernas.
Al día siguiente muy temprano retomamos el camino sólo que esta vez las piernas utilizadas fueron las de unos hermosos equinos que alquilamos al almacenero del lugar. Más allá de la comodidad, decidimos este cambio de movilidad porque de no llegar a tiempo para tomar la lancha que pasaba el día jueves (al día siguiente) hubiésemos tenido que esperar hasta el día domingo para poder cruzar el Lago Tagua-Tagua. La jornada transcurrió así matizada entre la belleza del paisaje, el horror por la cantidad de bosques quemados (para abrir campos para agricultura) y el traqueteo de nuestros cuerpos entre el subir y bajar de los caballos por las empinadas picadas.
Finalmente llegamos a orillas del Río Manso (que nace en los glaciares que fluyen hacia el Este del Cerro Tronador, en la versante argentina y tras atravesar muchos lagos del Parque Nacional Nahuel Huapi hace un giro hacia el Oeste, atraviesa la cordillera y se une al Río Puelo para desembocar en el Océano Pacífico) y lo cruzamos en un bote de remos comandado por una alegre señora que combinaba hábilmente la tarea de remar con la de sacar agua del interior del bote con una lata de duraznos.
El cambio operado por el paisaje en ese día fue sencillamente asombroso, habíamos partido del valle entre verdes “praderas” de tipo “alpino” con algunos sectores todavía boscosos y nos encontrábamos horas más tarde rodeados de la impresionante Selva Valdiviana, o también llamada Selva Fría, que no tenía nada que envidiar en verdor y frondosidad con la selva Misionera o la Yungas tucumano-salteñas.
De esta frondosidad pueden dar cuenta nuestras ajadas ropas ya que, tras cruzar el río equivocamos el camino y nos adentramos por un sendero que iba estrechándose cada vez más hasta que comprobamos que evidentemente por ahí no era el camino (tal nuestra sagacidad…)
Ese día concluyó (al fin) con lluvia de manera que, tras disfrutar de unos ricos mates, armamos una vez más nuestro campamento bajo unos inmensos Ulmos que protegieron la carpa de los chubascos patagónicos. Sería esta nuestra última noche de campamento cordillerano ya que, a la mañana siguiente abordamos la lancha “el recorrido”. En esta etapa, el lector deberá relativizar el concepto de “lancha” como para imaginar lo que se siente durante una hora de navegación a bordo de esta cáscara de nuez sobre las encrespadas aguas del Tagua-Tagua.
Atravesando las verdosas aguas del lago, enmarcado por altísimo paredones que caen a pique sobre sus costas, la lancha recogió algunos otros pasajeros (pobladores de la zona) y nos depositó en su margen noroeste. En este lugar esperamos un rato y, tras poner en práctica el eficaz recurso de seguir los pasos de los lugareños, abordamos la caja de un confortable camión “Unimog” que transportaba a los trabajadores de la ruta en construcción. Hubiese sido confortable comparado con nuestras interminables caminatas bajo el sol, si no hubiese sucedido que el pequeño vehículo debió transportar, además de nuestros cansados cuerpos y sus apéndices mochilares, una gran cantidad de pasajeros entre los que se contabilizaban una decena de pobladores, unos cuantos milicos chilenos que estaban gustosos de transportar dos jovencitos argentinos, unos turistas alemanes (que quien sabe por qué razón no abrieron la boca en todo el viaje), dos gansos vivos envueltos en una sábana, y un tanque que despedía gasoil por todos lados ante cada salto y movimiento que se daba en el ajetreado camino.
Sin embargo, el agitado camino terminó por depositarnos en la localidad de Puelo, destino final de nuestra etapa del viaje. A la vista de los glaciares colgantes del Volcán Yates abordamos un moderno ómnibus que nos llevaría a la ciudad de Puerto Montt.
En nuestros ojos, asomaba un brillo persistente. Lo que no sabíamos era si se trataba de la tristeza que nos producía el final de tan apasionante travesía, o de la emoción que nos generaba pensar en un cuarto de hotel, una ducha caliente, y los famosos mariscos del puerto de Angelmó.
Travesía realizada en el mes de marzo de 1996
[1] Este relato fue escrito en 1996. Algo me hace sospechar que dicha ruta no fue iniciada aún y que sus fondos han ido a parar a algún aeropuerto privado en Anillaco o alguna movida similar.
[2] Para cuando fue escrito este relato, el e-mail no pasaba de ser una excentricidad de los informáticos.
3 comentarios:
huesi gracias por el recuerdo, es la primera vez que no me genera nada de rencor rememorar todo lo que me hiciste caminar en tan pocos dias, evidentemente el tiempo todo lo aligera.
aunque confieso que sigo en la tesitura de jamas volver a hacer una cita a ciegas con vos y una picada.
ferchu.
bueno, a esta altura de nuestras vidas, veo difícil que concretemos una cita, a no ser para una picada con salamín y queso, acompañada por un buen vino. Para mi también fue muy lindo rememorar aquellos días, asi como los subsiguientes, en los que abandonamos las montañas para disfrutar del mar y sus frutos comestibles...
Me encanta que esto siga colgado, y sí volvimos a caminar juntos, muchos años mas tarde, dos veces fui con vos al cerro tres picos en torquinst. juro nunca mas volver a caer pero quien sabe? ja.
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