lunes, 26 de marzo de 2007

Lo eterno y lo efímero

La provincia de Mendoza, aislada de los vientos húmedos del Océano Pacífico por la colosal Cordillera de los Andes, es una zona árida, con precipitaciones que en algunas zonas apenas si alcanzan los 100 mm anuales. Los vientos del Oeste, cargados de humedad en el pacífico, descargan la mayor parte de su caudal en forma de nieve cuando, obligados a elevarse por encima de los 6000 metros de altura, se enfrían y condensan esa humedad.
Pero las nieves del Aconcagua, del Tupungato, del Cordón del Plata, del Juncal o del Sosneado, contra lo que suele decirse, no son “nieves eternas”. Se precipitan, se acumulan, forman glaciares, se derriten y corren hacia el Este en forma de grandes ríos, como el Atuel, el Diamante, el Tupungato y el Mendoza.

Al encontrarse con las planicies áridas, estos ríos son endicados, represados, encajonados, entubados y regulados de manera tal que permiten la formación de grandes oasis de riego, donde se producen las mejores uvas, los más ricos melones y exquisitos duraznos. Estas condiciones, combinadas con las tradiciones vitivinícolas traídas hace más de un siglo por los inmigrantes españoles e italianos, han permitido la creación de un complejo agroindustrial de gran escala, que hoy goza de una posición altamente competitiva en el mercado mundial de vinos, gracias a la acumulación histórica de saberes, las condiciones ecológicas, el tipo de cambio favorable, y la explotación de la mano de obra rural con condiciones de trabajo y salarios miserables.

El complejo vitivinícola, combinado con las bellezas naturales, atrae cada año un mayor número de turistas, en especial extranjeros, quienes disfrutan degustando malbecs y merlots, o haciendo rafting en el Río Atuel, o escalando el Aconcagua.
Mendoza, además, posee importantes reservas de petróleo, lo que le permite aprovechar cuantiosamente el incremento de los precios internacionales del crudo, incremento que en los últimos años ha sido incesante, con el sólo inconveniente de estar sustentado en la matanza de cientos de miles de iraquíes, de manos de Mr. G.W. Bush y sus socios europeos.
Pero los turistas que se maravillan con este racimo de bondades cuyanas, sólo pueden ver un aspecto de la realidad de la provincia. No es su culpa: históricamente los gobiernos se han preocupado por mostrar sólo lo mostrable y por ocultar la “otra” verdad de la provincia.


Es que en esta provincia tan “floreciente”, no todo son flores.

La realidad para miles de familias del campo es que la tierra esta cada día más concentrada en unas pocas manos, y junto con la tierra, el agua.
De aquella multitud de pequeñas fincas trabajadas por sus dueños, la producción vitivinícola se han venido concentrando en muy pocas manos, generalmente asociadas con grandes capitales transnacionales y con algún político local. Para obligar a los campesinos a abandonar la tierra, el mecanismo más usual ha sido la imposibilidad de acceder al crédito para los pequeños productores (o la obtención de crédito a tasas usurarias), mientras que los grandes, que ni siquiera lo necesitan, tienen las puertas abiertas de los bancos y los despachos oficiales. De este modo, las deudas fueron creciendo hasta verse imposibilitados de pagarlas, con lo que las pequeñas chacras se fueron rematando. Por otra parte, las deudas por el pago de los derechos del agua ha sido otro de los mecanismos de concentración de tierras con derecho a riego.
Sin embargo, este modelo de concentración en pocas manos, no es un modelo “productivo”, ni siquiera en términos del mercado capitalista: más del 50% de las propiedades con derecho a riego siguen estando improductivas.

Claro, si los campesinos tuvieran el acceso a la tierra y al agua que merecen, no se emplearían en las fincas de los grandes terratenientes por los miserables 8 pesos diarios que éstos pagan.

Aquí, más allá de la “ruta del vino”, lejos de los fastos de la “fiesta” de la vendimia, los campesinos han decidido organizarse para luchar por sus derechos.
En la UST, Unión de Trabajadores Rurales Sin Tierra, hace rato que han dejado de esperar las migajas de los patrones y han puesto manos al trabajo colectivo, el que no se basa en la explotación de nadie, el que no degrada los recursos naturales, el que produce lo necesario para vivir, y no para acumular riquezas.



En el Departamento de Lavalle, en el norte mendocino, unos 10 kilómetros al norte de Jocolí, un grupo de campesinas y campesinos produce dulces y jaleas de membrillo; en la propia localidad de Jocolí, donde tiene su sede la UST, otras y otros están terminando de construir una pequeña fábrica para la elaboración de dulces y conservas; en Costa Araujo un grupo de familias se juntan a ver una función del cine ambulante, y junto con el cine llega un ropero solidario, y llegan las empanadas y llega una tarde de domingo compartida.



Ni el dulce de membrillo ni los tomates en conserva ni el cine ambulante ni el ropero comunitario producirán grandes ganancias, ni serán visitados por los turistas. Pero estos pequeños pasos en el camino del trabajo colectivo producen grandes riquezas: las que forjan los lazos solidarios, las del gusto por el mate compartido, las del compromiso con el otro.
Aquí, en las tierras olvidadas por la “reactivación económica” las familias campesinas están construyendo algo más duradero que las imágenes efímeras de nieves de apariencia eterna, o los fuegos de artificio de la fiesta de la vendimia. Aquí se construye algo eterno: una sociedad más justa.



Texto: Sergio

Fotos: Javier y Sergio

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